De pronto, aparecieron siete jinetes. Eran siete viejos granaderos vestidos con uniformes gastados en cientos de combates.
La llegada a la ciudad de Buenos Aires de los restos del general José de San Martín, que había fallecido el 17 de agosto de 1850, fue el 24 de mayo de 1880. Venían en el Villarino, un buque de transporte a vapor que hacía su viaje inaugural, y que había zarpado de El Harve semanas atrás.
Luego de treinta años de su fallecimiento, se cumplía la cláusula que el Libertador había dispuesto en su testamento, de que "desearía que mi corazón fuese depositado en Buenos Aires".
En 1825, los granaderos que habían sobrevivido a la intensa campaña libertadora -que había comenzado con la epopeya del cruce de la cordillera de Los Andes, la liberación de Chile y la continuación de la guerra contra el español en el Perú y en los países vecinos- llegaron al país trasandino. Tenían la esperanza, que pronto verían trunca, de cobrar los sueldos atrasados.
No disponían del dinero suficiente para solventar su regreso a la ciudad de Buenos Aires. Milagrosamente, un vecino puso de sus bolsillos los fondos necesarios.
A principios de 1826 llegaron a Mendoza desde donde, una caravana de 23 carretas y 78 granaderos emprendieron el viaje a Buenos Aires. De esos 78, siete habían estado en el regimiento desde el combate de San Lorenzo: el coronel Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Varga y el trompeta Miguel Chepoya.
Eran verdaderos héroes de la Patria pero nadie salió a recibirlos, nadie los vitoreó en esa entrada que debió ser triunfal. Como si esto fuera poco, días después, la unidad fue disuelta por el presidente Rivadavia y su personal distribuido entre los diferentes cuerpos del ejército.
El viernes 28 de mayo de 1880, los restos de San Martín volvían a tocar suelo argentino. Estudiantes universitarios, miembros de la Sociedad Rural, del Club Industrial, de la Sociedad Tipográfica Bonaerense, alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires, periodistas de distintos medios, organizaciones intermedias se dieron cita junto a cientos de personalidades, como los ex presidentes Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre y el entonces presidente Nicolás Avellaneda, quien tres años atrás había dado el empujón necesario para que el esperado regreso se hiciese realidad. El primer mandatario lo había anunciado el 5 de abril de 1877, aniversario de la batalla de Maipú.
De pronto, aparecieron siete jinetes. Eran siete viejos granaderos vestidos con uniformes gastados en cientos de combates, remendados, descoloridos. Aparentemente, nadie los había convocado. Ellos, respetuosamente, se incorporaron a la escolta de los restos hasta la Catedral Metropolitana. Una vez ahí, montaron guardia ante el mausoleo de su ilustre jefe. Permanecieron hasta la mañana siguiente cuando, sin aspavientos, desaparecieron con la misma actitud con la que habían aparecido. A San Martín no le hubiese extrañado el gesto. El decía que "lo que mis granaderos son capaces, sólo lo se yo, quien los iguale habrá, quien los exceda, no…"
Ese el origen del por qué son siete los granaderos que montan guardia. Fue Julio A. Roca en su segunda presidencia que recreó el regimiento y desde José Figueroa Alcorta que es escolta presidencial.
Qué triste destino el de San Martín. Cuando quiso volver a nuestro país, en diciembre de 1828, lo sorprendió la revolución de Lavalle y el incomprensible fusilamiento de Manuel Dorrego, un descalabro institucional que lo motivó a ni bajar del barco y retornar a Europa para no volver.
Así, cada día hábil, bajo el sol o la lluvia, los 7 granaderos custodian los restos de su jefe. La pregunta es: ¿Por qué siete?. ¿Por que no 10 ó 12?. La respuesta no reviste demasiados cuestionamientos. Es en memoria de aquellos últimos 7 granaderos que en 1880 fueron, por motus propio, a recibir y custodiar a su líder.